lunes, 27 de octubre de 2008

EL OLIVO Y SUS CICATRICES














Remordimiento de los árboles


Antonio Muñoz Molina


BABELIA - 08-11-2008
Como en una película de miedo la sombra de un gran árbol de ramas desnudas se proyecta cada anochecer contra el torreón de un palacio. En este otoño de vendavales la lluvia oscurece más aún el tronco muerto y colosal, la sombra exagerada por los reflectores y estremecida por el viento. La estampa de truculencia gótica puede verse a diario en la esquina de María de Molina y Serrano, en un Madrid que de un día para otro se ha vuelto invernal, al mismo tiempo que el cambio de hora adelantaba la noche. En esa esquina, detrás de las tapias del Museo Lázaro Galdiano, en medio de un jardín donde el otoño avanza con una lenta opulencia, hay un haya que parece ya abandonada al invierno, derrotada por él, el tronco con negruras de tizón, las ramas retorcidas, sin ninguna hoja, la base asaltada por excrecencias de hongos. Un árbol muerto y caído entre la maleza de un bosque forma ya parte de los ciclos orgánicos de la descomposició n y la fertilidad. Un árbol cortado con las sierras eléctricas, desollado de su corteza, amputado de sus ramas, es ya el ataúd de sí mismo. Pero un árbol recién muerto y todavía intacto y en pie es una presencia trágica, agigantada por su propio tamaño y por la duración literalmente sobrehumana de su vida.
"Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo", escribe Rubén Darío, con su tristeza lapidaria. No creo que Miguel Ángel Blanco, el artista que ha ideado la proyección de la sombra del haya contra la torre del museo, esté de acuerdo con ese dictamen. A Miguel Ángel Blanco lo conocí en un stand de Arco hace años, y sólo recuerdo que me pareció una de esas personas muy apasionadas por aquello que hacen, sobre todo si aquello que hacen es una cosa muy singular a la que casi nadie más presta atención. Blanco hacía libros, libros de árboles, libros con árboles, cajas de madera que se abrían y tenían en su interior hojas con grabados o dibujos de formas vegetales y también hojas de árboles, hojas y trozos de cortezas, ramas secas, astillas, láminas de madera con su geometría de dendritas, piñones ordenados en espirales o en círculos. Aquellas cajas contenían una rara intuición poética, porque en ellas estaban dos de las cosas que más me gustan en el mundo, los árboles y los libros, y al juntarse, como las mejores metáforas de la poesía, revelaban la profunda unión entre las dos: tocas un libro y estás tocando la consecuencia remota de un árbol; y si las hojas del árbol y las del libro, siendo objetos tan distintos, llevan el mismo nombre, será porque hay otra profunda identidad entre ellas.
Me olvidé de Miguel Ángel Blanco y sus cajas, de su biblioteca de árboles, pero a lo largo de los años me he ido haciendo aún más aficionado a ellos, por esos cambios de la vida que lo llevan a uno a prestar más atención a la naturaleza y a ser más exigente con los simulacros del arte, y mucho más desconfiado de los fetichismos culturales. Cuando era joven y quería ser novelista sabía muchos menos nombres de árboles que de directores de segunda fila americanos. Creía enfáticamente que mi oficio era nombrar el mundo y de todo el reino vegetal sólo podía reconocer unas cuantas hortalizas y los pocos árboles de mi dura tierra de secano: álamos, acacias, olivos, higueras, granados. Como todo literato estaba convencido de poseer una sensibilidad extrema, pero, aparte de para la pintura o el cine, era miope para casi todo lo que no estuviera en los libros. Éramos una generación de pueblerinos empeñados ansiosamente en demostrar nuestras credenciales urbanas; nada era más provinciano en nosotros que la vehemencia de nuestro cosmopolitismo.
No parece que Miguel Ángel Blanco sea un converso reciente al amor por los árboles. Da más bien la impresión de que cuando no está en su estudio haciendo dibujos de árboles o inventando cajas y libros va por el mundo en busca de los grandes bosques y de los ejemplares solitarios más célebres, no para verlos como monumentos o piezas de museo sino para encontrarse con ellos como un peregrino que viaja en busca de la presencia y de la sabiduría de un maestro o un santón de ancianidad venerable. En una sala del Lázaro Galdiano, a la sombra del haya roja que acaba de morir y que es propio monumento funerario, los libros de árboles de Miguel Ángel Blanco tienen una cualidad de estuches de reliquias y de cuadernos de un diario de viaje que es también el testimonio de una pasión, a la vez ética y estética, sentimental y política. Uno entra del jardín y huele a savia, a resina, a madera. Las cajas están abiertas bajo las vitrinas, pero gusta imaginarlas cerradas y ser uno quien las abre, quien pasa esas primeras páginas de papel hecho a mano, liso o ligeramente áspero, oloroso a vegetación, hasta encontrar el tesoro escondido en el fondo de cada libro, que es una huella material y una delicada composición de formas, y también la historia de un árbol y la del viaje que llevó hasta él: un fragmento de un nogal de trescientos años abatido por el viento en Cercedilla en 1990; seis hojas de un ficus religiosa que es descendiente de aquel bajo el que estuvo sentado Buda hasta recibir su iluminación; una astilla del árbol del incienso de la faraona Hapshepsut; un renuevo impreso sobre cera violeta del ciprés-enebro que plantó San Juan de la Cruz en Segovia; unas cortezas de un roble de más de cuatrocientos años de los bosques de Polonia; unas rodajas de encina taladradas por los túneles del escarabajo Cerambyx que la mató; unas raíces de palmera sobre algodón egipcio y arena del desierto de Nubia; las últimas hojas secas del haya del jardín...
Los árboles tienen siempre las de perder ante el hombre, escribe con rabia Miguel Ángel Blanco. Ahora mismo, en cualquier lugar del mundo, hermosos árboles indefensos están siendo quemados o talados, y tras su desaparición viene el desierto. El hipnotismo del arte vuelve contagiosa la obsesión que lo originó. Voy por Madrid y me fijo más en la población inmóvil de los árboles que en el hormigueo de mis semejantes. En vez de entrar en el Museo del Prado me quedo admirando los cedros gigantes a lo largo de la fachada y un almez junto a la esquina sur en el que no había reparado hasta ahora. Doy la vuelta para mirar de cerca y tocar las puertas formidables de Cristina Iglesias, que tienen algo de bosque fosilizado en bronce. Estoy escribiendo y al tocar la mesa pienso con remordimiento en el árbol que debió ser talado para hacerla, en los fantasmas de los árboles sacrificados para las estanterías y los libros de mi biblioteca. Miro con emoción recobrada el pequeño cuadro con un marco de cristal donde hay pegadas dos hojas del magnolio que plantó William Faulkner en su jardín de Oxford, y que mis amigos Manolo y Teresa nos trajeron de un viaje a Misisipi hace doce años. -

1 comentario:

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